Llevo varios días con ganas de sentarme a escribir todo lo que me está pasando por la cabeza últimamente y me doy cuenta de que no sé hasta qué punto soy exhibicionista con mis sentimientos más profundos.
Sí, puedo hablar de los últimos restaurantes a los que he ido, de las fiestas que me he pegado o de lo mucho o poco que me ha gustado el último partido del Barça.
No me cuesta hablar de agobios en el trabajo, ni de filias y fobias por gente y/o películas, libros y fotografías.
Pero cuando llega el momento de hablar de cosas que me afectan realmente, las despacho con posts crípticos que sólo saben descrifrar aquellas personas más cercanas a mí (o ni siquiera esas). Porque sé que cuando me abro sufro y muestro la cara sensible que siempre quiero ocultar bajo risas y payasadas.
Por eso, por una vez y sin que sirva de precedente, me abriré y soltaré lo que me preocupa estos días: mi abuela está en el hospital desde el sábado por una hemorragia cerebral y, pese a que ha experimentado una gran mejoría desde entonces, hubo un momento en que la daban por muerta.
El enfrentarme a esas cosas, pese a que sean una posibilidad cada vez más grande, hace que me derrumbe. Porque una cosa es imaginártelo y otra muy diferente el vivirlo. Y, como siempre, no lo pasas mal por la persona postrada en la cama, que también, sino por la gente que hay alrededor y que lo pasa mal. Porque somos los que nos quedamos, los que lo sufrimos.
De todos modos, el ver la mejoría que ha experimentado me deja aún más descolocado. ¿Debo alegrarme o debo estar alerta a lo que pueda pasar? ¿Debo ponerme en lo peor y pensar en las secuelas que le pueden quedar, o debo animarme pensando que aún me quedan dos abuelos?
En fin, que habrá que tener paciencia y ver cómo evoluciona todo. No queda otra.
Deja un comentario