Y lo digo desde el cariño.
Pero no es normal llegar a una expo sabiendo que vas a ver una recopilación de obras de uno de los fotógrafos más influyentes de la segunda mitad del siglo XX y no encontrar ni una grieta, ni una cosa descolocada. Ni una foto de más. Ni una «por poner». Ni un «por rellenar». Todas las fotos que están esta expo/restrospectiva tienen su motivo de ser. Todas son un win. Un «mira, dediqué meses a estar con esta gente y me mimiticé tanto que saqué estas fotos que tú no podrías haber sacado ni pagándoles pasta. Ni sacando tu megacamarón y tu equipo de CanoNikonista de pro». Dios… veo los lloros de stritfotograferos al ver la Obra de un tipo que ni siquiera creía en instantes decisivos ni hostias sino en mostrar mundos desconocidos que se desvelan cuando te preocupas de la gente e indagas, y te olvidas de que eres fotógrafo y solo quieres plasmar lo que estás viviendo, y no intentas reproducir falsos momentos decisivos y aburrimiento vital callejero. Que no, que no es calle sino ABURRIMIENTO.
Y estás una hora viendo de lo que ha sido y es capaz este tipo, que no es fotógrafo sino curioso patológico, alguien con el don de un ojo láser y una forma de componer entre quirúrgica y cinematográfica (como si muchas veces no fueran lo mismo), donde cada puta foto–y me vais a disculpar el barriobajerismo, pero es que…– tiene una historia, evidente o soterrada, pero que está ahí, esperando que tu la rellenes o que te quedes pensando qué está pasando. Y lograr esto no es fácil. No está al alcance de cualquiera.
Te quedas mirando y ves que no están hechas por hacer. No hay un mero intento visual o gráfico, no hay un querer mostrar algo bien hecho, ni tampoco hay un sucismo que quiera demostrar un «yo estuve allí, y da igual cómo lo registrara». Cada foto cuenta algo. Y cuando se ven en conjunto, el resultado es sencillamente abrumador. Empequeñecedor. De «me saco la chorra. No te sientas demasiado mal, peeeero…».
Y por eso mi primer instinto fue agarrar la cámara, salir a fotografiar cualquier tema durante meses, profundizar en cualquier tema hasta sacarle su jugo primordial, hasta que tras la primera cerveza del aperitivo recordé que tengo un trabajo tirando a oficinista y que la cobardía, la edad y mil excusas hacen que mi fotografía se quede en una especie de archivismo de detalles tirando a mínimos que ni siquiera tendrán gracia para unos supuestos descendientes, que, con su desidia, comenten lo peculiar que era el «abuelo» Guillermo y sus bobadas.
Y sí, esto es producto de una sobremesa [eufemismo alert] ligeramente cargada de alcohol, esa falsa clarividencia que hace que te sientes delante del teclado y que solo hace que te pongas en ridículo intentando defender algo que en tu cabeza tiene todo el sentido del mundo y que, una vez releído todo esto, no deja de ser entre un texto groupie y una pataleta antiborreguismo que queda (espero) entre tierna y obviable.
Resumiendo. Si tenéis tiempo y ganas, acercaos a la Fundación Mapfre en Barcelona, que es un entorno tan decadentemente burguesbarcelonés que es delicioso, y disfrutad de una retrospectiva de uno de los mejores fotógrafos que ha dejado el siglo XX. Y eso ya es decir.
Y con vuestro permiso… o sin él, qué coño… seguiré con el digestivo a base de ginebra y tónica que me recetó el médico. O no. Pero que da igual.
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